martes, 10 de febrero de 2009

SIMON LAVID (presentado y corregido por Andrés Bonvin y Juan Ignacio Barragán Fuentes)

EL AFILADOR DE CUCHILLOS

PRIMER PARTE: CONCIENCIA

La mañana era fría cuando no estaba afilando cuchillos entre hojas secas y baldosas descosidas, tocando un instrumento cuyo nombre desconocía. Pero yo le había puesto un nombre silencioso que viajaba entre silbidos como un pájaro perdido en la ciudad, ¡qué marioneta!, frustrada en la inocencia de afilar un sueño donde se engendraba otro, desde que me interesaron los cuchillos y el tronar de la piedra, hasta quién sabe dónde fui a parar en ese tiempo. Pero la gente, el barrio, necesitaba cuchillos hasta para cortar cosas invisibles de sus gestos y costumbres, la señora, la señorita, el mayordomo, la gorda, el estatua, siglos, años, tardes, el facón... siempre el mismo recorrido, aburridos se derretían agotadores bajo el sol los nuevos posibles caminos que trascurrían por el barrio pero nunca me hubiese imaginado inhalar ese aire y tocar tan buena música junto a los pájaros que identificaban mi cantar con el de ellos sin los hombres molestando al acecho. La impresión de endulzar a los vecinos de mañana con las vibraciones ondulantes en el rayo de la Madre y las estrellas caminando en el cenit sin poder ser vistas cual bosque mal decorado.
La tierra debajo me adoraba y odiaba. Sin embargo yo había descubierto que era músico después de años montado en la bicicleta y las melodías que me traían vecinos hipnotizados que no indagaban del tema, lo obviaban completamente reduciéndolo a un servicio raro para clientes aún más raros, como la vieja con gusto anís a la que debo tratarla de señora, que me entrega cuchillos realmente imposibles de afilar, mis dedos quedan agitados a golpes de piedra; no es que no sepa las técnicas esenciales de todo afilador, mas bien que la vieja me entregaba cuchillos realmente chicos que afilados sus aceros componían una resistencia poderosa, hasta lastimera hacia mi cuerpo.
En aquella época, cuando tras los abismos se me revelaron los misterios de la melodía y la música, no sólo se agitaba mi instrumento sobre la bicicleta, en tiempo laboral, sino que lo soplaba también en soledad, cuando, sumergido en la profundidad de la noche, llegaba a mi habitación más que exhausto, cuando el barrio se acostaba esperando la mañana.
Ese era el momento único de la jornada en que, alegre y desinteresado, me dejaba llevar de la realidad, arrastrado por esa reconfortante marea de melodías y de notas, arribando a un extraño mundo en donde las preocupaciones y sinsabores del día se desvanecían –como lo hace bajo el sol el rocío. Desde entonces toqué mi instrumento con verdadera pasión, y por ello el nacimiento de las nuevas melodías.
La vieja siempre me hablaba de insectos chupa sangre, de técnicas de apreciación, también de cómo desinfectarlos en la bañera. Su casa era desesperante, verde mezclado de marrón pegajoso con bichos sumamente grandes, de toda especie y color. La visita toda la vida fue rápida, pero alguna vez se abrió la puerta que la vieja siempre dejaba entreabierta para ir a buscar la plata donde mis ojos ávidos succionaban una dimensión desorbitaste hasta que me topaba con su cara de soledades infinitas en el alma y de viajes alados vibratorios. No importa: se componía de un tiempo de insectos. En cambio la convivencia con el carnicero era más prolongada siempre comenzaba de la misma manera:
- ¡Sabés lo que hago con este cuchillo! ¡Este facón! –quebrando cartílagos y patas de cabra, vaca y buey reía suave y melancólico con su mirada que maquinalmente se desconectaba de su rápida muñeca y golpe- ¡Ja, ja, ja! Por el orto... –su delantal a esta altura estaba con el color de la sangre seca mientras sus ojos te destruían con un magnetismo que te disparaba de un volcán imaginarios relatos místicos. La jornada se daba de madrugada, hora en la que el carnicero sacaba sus facas a “purificar”, sólo en tres posiciones de la luna, no todas las madrugadas salía. Obtenía de algún lugar una cara de cansancio fortalecido por una pesadilla. Lo más parecido a un gorila en la sombra de los árboles se esfumaba y en las hojas como espadas se reflejaba la luz fantasmal de la luna que finalizaba en sus ojos felinos.
Ocasionalmente me ofrecía, como regalo, un jugoso (sangriento) pedazo de marucha o entraña; lo tiraba sobre el mostrador provocando un gran ruido, mientras gritaba:
- ¡Tomá pibe! Comé que te hace falta –a lo que yo contestaba con un “no gracias, no como carne”, y él, gritando una vez más- ¡Hijo de puta! Si por vos fuera me cagaría de hambre.
Para que no voltee hacia un lado la bicicleta, llevaba una cadena que cumplía la función de sostenerla en el canasto de la basura y comenzaba a combatir con la piedra giratoria, pedaleaba, envainaba, desenvainaba, la gruesa hoja plateada, los ojos del gorila se enfocaban perdidos y desenfrenados en una emoción erosionada por la oscuridad hacia aquel movimiento de lucha para un campo de batalla cuerpo a cuerpo.
<< ¿En qué estará pensando? ¿Atiende a lo que mira? ¿Por qué nunca, mientras hago brillar sus espadas, nunca me habla? >> Todo esto me preguntaba y mucho más, cada una de aquellas monótonas madrugadas, en que la presencia del carnicero se me plantaba detrás. Bajo su vigilancia austera yo trabajaba sintiendo el calor de sus ojos en mi nuca, su respiración embravecida se enturbiaba bastante hasta que ligeramente me decía:
- ¡Basta santo mío! –entonces yo dejaba automáticamente de afilar, le entregaba la espada y el carnicero con un ritmo de experiencia me alcanzaba la otra faca, más grande, titulándola en la lápida como:
- Ahora viene la más puta –yo, conociendo su advertencia, me bajaba de la bicicleta para buscar los guantes porque el mango de esa faca me ampollaba y su peso oprimía mis dedos haciéndome sentir una aspereza desgarradora para mis finas manos. Por su largo los ángulos no me daban muy bien, debía esquivar la hoja de un lado hacia otro, era un gran ejercicio de cálculo y musculación.
<< ¿Irá a golpearme con su pesada masa un día, sorprendiéndome cuando trabajo? ¿Me cortará, esta noche finalmente, con su reluciente afilada espada? >> Estos y otros tantos pensamientos me inquietaban siempre en aquella situación extraña, normal, pero extraña. Pero el hombre me pagaba una vez terminada la obra y me despedía con un fuerte golpe en la espalda y una fría mirada, poniendo fin y alivio a mis tontas sospechas.
La comedia terminaba siempre de la misma manera.

Muy cada tanto, para saciar mis instintos de bestia, visitaba a una antigua clienta que ya no era eso sino compañera y que no gustaba de mis servicios como afilador pero sí de los de amante. La cuarentona se mantenía bien y su cuerpo parecía uno de tan sólo tres décadas, mientras su rostro declaraba a vivas voces los cuarenta y quizá algún que otro año más; las líneas de su cara, formando innúmeros dibujos, atravesaban desde la surcada frente hasta su boca pintada, su barato perfume me recordaba el olor a puta de 1984 mientras que su peinado demostraba un enfermizo fanatismo por las modas del setenta. Los encuentros con Clara, que así se llamaba la perfumada, eran casuales y esporádicos, realizándose sólo cuando la cruzaba en la calle, de noche y cuando en su rostro se leía una sonrisa.
Ahora, que escribo y describo estas emociones y sucesiones de mi vida, recuerdo que cierta noche, una de esas tres lunas en que el frío de los aceros se colaba en mi garganta, Míguel salió a la puerta como siempre, pero sin sus espadas ni sus cuchillas. Y tras él, de la oscuridad surgiendo, un hombrecito de a penas unos ciento cincuenta centímetros de alto y unos ojos cenicientos pero brillantes, de pelo negro y sucio y enmarañado que decía, con voz susurrante, llamarse Don Aurelio.
Fue una sorpresa verlos ahí parados, los dos, brillando con la luna, sin filos en las manos y mirándome como yo los miraba, con una interrogación en la frente y una estúpida mueca en el semblante. Pero las palabras fueron devoradas por el silencio hasta que Míguel dijo sonriendo:
- No te asustes, che, que este no es ni malo ni viejo. Es un amigo, un amigo que sufrió cierto desconsuelo, que no es necesario ni derecho contarlo, y que en dos meses, de esto hace cinco años, se volvió como te lo muestra la puta vida: petiso, gordo y... ¿de qué color es tu piel Aurelio? ¿Qué color ese? ¿Es marrón o es verde? –recuerdo el rostro del otro mirando entristecido el suelo, como recordando eso que era o, quizá, eso que no era. Pero entonces el hablador lo despedía como me había despedido siempre: con un golpe y una mirada fría. No olvidaré jamás las palabras que me escupió Míguel, como si fueran balas y su boca una enorme metralla:
- A éste me lo como con chimichurri o salsa sabés... ¿sabés lo que debe ser ese cuerpito fileteado y asado? Ja, ja, ja –pero su chiste para mí era un vaticinio. No sé si lo decía en serio, realmente no lo supe y no lo sé; su tono era de broma pero su mirada... la mueca de su cara... el baile de sus brazos... todo aquello me hablaba de algo más.
Pero no importa, el tema es que el tipo, Míguel, siguió riéndose, cagándose de risa, como se dice, mientras me daba a entender con un gesto que lo esperase, que iba a buscar los aceros, para que mi trabajo sea hecho. Claro es, y bien supuesto, que, ni bien se sumergió en la casa, subí a la bicicleta y pedalee lo más rápido que me lo permitieron las piernas. A los treinta segundos ya estaba a dos cuadras y media.
- ¡Si seré veloz! –me decía mientras llegaba a la pensión con una sonrisa, inquieta, pero al fin sonrisa.
A la siguiente noche en que me tocaba ir a lo de Míguel, según la luna lo hubo dispuesto, fui con intenciones de no mencionar la huida ni los sucesos del anterior crepúsculo, a lo cual se adaptó el carnicero de mil maravillas y sin esfuerzo, no mencionando en absoluto el tópico prohibido. Algo extrañado de mi parte, confundido un poco y quizá hasta un poco temeroso, me fui despacio una vez terminado el trabajo.
Una vez en la pensión, esta vez sin procrear a través de mi instrumento y el viento, me fui directo al catre. Y me despertó un sueño, una pesadilla por cierto, en la que se me presentaba la misma escena que aquella noche en que huí con la velocidad de la flecha; pero esta vez mi pedaleo era en vano, porque la traba estaba puesta y lo que giraba era la piedra y no el plato. Entonces sucedía lo inevitable: volvía Míguel con sus filos de carnicero y me sorprendía pedaleando como un enfermo, mientras la piedra giraba a velocidades innecesarias. Entonces el otro, desenvainando uno de sus poderosos sables y riendo a carcajadas como aquella noche, lo alzaba sobre su cabeza y comenzaba a bajarlo, lento, bien lento. Y me despertaba sobresaltado, con el corazón en la garganta, si se quiere, transpirado y con la boca seca, como si hubiese corrido o pedaleado unos mil metros.

Nunca comprendí esa estúpida adicción al coleccionismo que, como muchísimos otros, tenían varios de mis clientes. Afanándose en acumular en una vitrina o estante la cantidad más grande y estrambótica de elementos cortantes, algunos centenarios y hasta quizá milenarios, lustrados los unos, oxidados por el tiempo los otros.
Uno de estos era el viejo Ramón. Yo de su colección no había sabido sino hasta que el tipo, esa tarde en que su ánimo le permitió cambiar más que unos cordiales tratos, me comento, exaltándose tras cada palabra, que su máximo deseo era llegar a tener mil diferentes aceros y que no descansaría hasta encontrar los setecientos que aún no conocía.
En otra ocasión, varias semanas después de aquella en que comentó aquello y en las que su trato se volvió frío de nuevo, poseído por ese ánimo motivador que aquel día le pobló de palabras la boca, me invitó a pasar para contemplar su obra.
Su casa, o el living, que era por donde se entraba y donde brillaba su afilada colección, estaba dispuesto y ordenado bajo la más severa atención, quizá en exceso detallista, acercándose a lo femenino o mujeril.
- Y todo esto lo afilaste vos, che... ¡Qué privilegio eh! –me decía Ramón, como si en algo me emocionara ser parte del mundo de un tipo que se pierde la vida tras un fútil sueño, que no le hace ni más sabio ni más cuerdo y que no cambia su tristeza por la alegría ni la desilusión por una esperanza, al menos, fingida.
Esto no se me hubiera ocurrido, no lo hubiera imaginado siquiera, a no ser por ese nuevo mundo que había y que iba descubriendo nota tras nota, melodía tras melodía, con ese instrumento que tantos años tuve en mis manos, mi boca, mi morral o mi bolsillo. Instrumento al cual bauticé la “llave” –aunque podría haberle nombrado “el portón”- basándome en que era el conductor a esa realidad, o fantasía si se quiere, de la que nunca volvería.

En las mañanas donde el sol ascendía de las entrañas de la tierra, la chica estaba de pie junto al marco de la puerta tallado con ribetes, tachas y escudos con sables, era una puerta de doble hoja acompañada de un árbol en la vereda que tiraba polen rojo por los aires.
Ella era moderna y triste, locuaz para moverse, incansable en el camino invitado a seguir, mordaz en su discurso y fría como un témpano. Bailaba áspera cuando bailaba, soñaba poco cuando dormía pero había noches que los viajes a través de los sueños, la dejaba tirada en cualquier lugar de la conciencia. Reía con la carcajada más fina, no sabía nada cuando le preguntaban algo porque la cabeza le daba vueltas mucho tiempo antes de que se lo pregunten. Yo pasaba una mañana afilando y me llama desde la vereda de enfrente con las cosas esas que ya ni quiero recordar sus nombres, todas juntas en su mano, me hace entrega contándome que el otro día estaba caminando por la calle y de repente un recuerdo le asaltó la conciencia, era un pensamiento cualquiera de esos que se introducen en el cerebro pero muy fuerte y duradero en su insistencia. Se trataba de un amigo que no recuerdo el nombre, ella pensaba en él y en su familia hasta preguntarse ¿por qué?, por qué tanto afán para pensar en su vida y toda su parentela, poco tiempo después, semanas después, se entera que el padre de su amigo había muerto en un accidente de tránsito y ella queda colgada, sintiendo un poco de culpa por haber silenciado su premonición.
Yo estaba cansado a esas horas de la mañana, el martillo neumático de las obras me fundía el cerebro como un huevo en un sartén, como grasa derritiéndose. Ya no me sentía a gusto con esta ciudad ni con mi profesión, ya no sentía el torrente de la existencia bajo el sol, las personas se desvanecían tan profundamente que sus palabras eran cartones conduciendo sus negocios, sus intereses para rescatar siempre la conveniencia con buenas caras, costumbres y sonrisas aunque se sepa que en el fondo tu vida no les interesa en lo más mínimo. Sólo que el confort, la tranquilidad avancen cada día más en sus miserables vidas, digo miserables, porque su preocupación no es hacia cosas grandes, ni hacia osadas aventuras psíquicas entre las almas heroicas de los hombres, mas bien todas sus preocupaciones son limitadas, estúpidas y cobardes, consumistas y groseras, frías y desgarradoras.
Ella tenía una belleza apacible dentro de sus innumerables estados de agonía. Se tomaba unas pastillas a la mañana y otras al mediodía, su tez pálida componía un cadáver francés del siglo pasado, su educación contenía incontables doctorados jerárquicos pero su cabeza estaba a punto de quebrarse constantemente: era drogadicta. Flotando en sus ideas ella debía experimentar todas las emociones posibles, seguramente lloraba un momento, para reír histéricamente al otro. Así como las emociones la controlaban, lo mismo hacían las pastillas. Sus nervios, al contrario del efecto que debían producirle los medicamentos, se presionaban ante cualquier sobresalto o movimiento ajeno. Su comportamiento era locuaz unos días y silencioso los otros, su entera persona proclamaba, hasta en los ojos más inexpertos, la presencia de la locura inseminada por las drogas químicas. Mientras la muchachita seguía contando, usándome como psicoanalista yo no la aguantaba más, quería irme al parque con mi ”llave” que abría el canal más fluido de mi vida.
No me dejé atar más por sus historias de ensueño, corté repentinamente la situación casi siendo irrespetuoso, monté mi bicicleta y despegué como un rayo por las calles, pedaleaba tan fuerte y rápido que el barrio pasaba por mis costados, mi cabeza, mis hombros y mis piernas. Ya estaba lejos de todos, con mi necesidad de convertirme en una nube de melodías estrepitosas, el torrente sanguíneo bombeaba adrenalina placentera, yo perseguía al sol y el se iba hasta mañana fundiéndose en la hoguera del mundo mientras todos como duendes olvidadizos fumaban el aire del destierro porque la soledad te separaba de los seres humanos y a la vez te obsequiaba un néctar mucho más sabio, único, e inesperado: “la soledad como montaña del espíritu”.
La carrera como el arco iris inmenso tramaba un pentagrama colorido y fantasmagórico en mi pecho, el cielo azul era mi amigo porque era más silencioso que el pulso maldito de este corazón mezquino de la sociedad.



SEGUNDA PARTE: CHOQUE O REACCIÓN

Ricardito me decía:
- Afilar cuchillos no es cualquier cosa sabés pibe, esto no es como vender frutas, cae sobre nosotros la culpa de afilar el ingenio de un loco. Nuestros antecesores afilaron las cuchillas de la justicia cuando no las espadas de un imperio en vísperas de guerra. De nuestro trabajo depende muchas veces la correcta culminación de un crimen. Sé que muchas veces no es así, y que cada vez es más inútil nuestro trabajo, pero a todo afilador le toca un loco que le paga con su locura. Es desesperante pero… si nacimos y terminamos en esto… ¿Qué nos queda? ¿O te pensas que un día se va a partir la tierra para que uno como vos o yo sonría por vez primera? No pibe, si estás acá conmigo no creo que mañana tengas una cena con el presidente… Afilador sos y afilador te morís; es triste pero es así. Y lo peor de todo es que la gente no valora un carajo el arte por el que nos pagan monedas que les queman… y vamos pedaleando por la vida sin un nombre ni más gloria que la de afilar un buen cuchillo. Afilamos los instrumentos del torturador y del verdugo, damos brillo a las tijeras y navajas de mil sastres y peluqueros… Estamos condenados compañero… condenados a vivir al filo entre lo temporal y lo perpetuo… Y si pudiera contarte mi historia es seguro que en más de un momento vas a ver tu claro reflejo pibe, porque no somos más que un oficio.
- Puede ser –dije incrédulo, porque Ricardito poseía esa virtud de hacer parecer cierto lo que no es. Entonces, sin profundizar en sus palabras, le consideré un exagerado, rayano en el paroxismo. Y con no sé qué pretextos me disculpé para escabullirme, bajo la vigilancia de la cortesía.
La vida se me había pasado entre cuchillos y navajas pero el verdadero tiempo se inmovilizaba cada vez que soplaba una nueva melodía, “la llave” abría cada vez una nueva puerta, que tal vez era la misma, pero que del otro lado siempre me esperaba una felicidad distinta. Los clientes me apremiaban, tirándome casi las cuchillas, saturándome de trabajo que ni dos o tres afiladores juntos podrían hacer en tan poco tiempo. Por eso me adentraba cada vez más y más en mi mundo, ese mundo solitario en que las notas (sostenidas, bemoles o naturales) componían mí única compañía.
Ya el mundo me asqueaba, como el humano, y lo único que deseaba era reencontrarme con la familia, abandonarlo todo menos la música (nueva y única delicia), y correr a abrazar y sentir la calidez de la sangre compartida. Pero a la vez, inmediatamente después y casi al mismo tiempo, me dominaba la idea de que tal vez aquella no fuera la salida, que quizá también la corrupción había tomado los pueblos y los corazones de mis hermanos y la vasta parentela que surgió de mis antiguos progenitores. Entonces me sorprendía la tristeza, soplando extrañas y prolongadas melodías, y ya no salía de mi cueva, ni en busca de trabajo ni de la lejana familia.
¿Qué hacer? ¿Trabajar? ¿Robar? ¿Regalarle todo a la renuncia? ¿Dónde ir o escapar? Mis numerosas incertidumbres se fueron mezclando, entrelazando y quizá hasta reproduciéndose unas con otras, hasta volverse una grandísima y solitaria duda. Estas inquietudes eran las que me habían sumido en esa extraña existencia en donde yo lo era todo: la luz y la carencia, las preguntas y la búsqueda de respuestas, la melódica alegría y la silenciosa pena. Sin quererlo –o saberlo- esos primeros días de incomodidad interna me habían empujado al abismo donde interminablemente caía, como quien se lanza de la cima de un tobogán, no pude ya retroceder en la caída. Cada palabra era como una lágrima y las ilusiones o las esperanzas se deshacían en mi fuero interno, acumulándose hasta que desborde el triste cementerio que era mi cuerpo.
Lo gris y lo negro, mis matices compañeros, fueron tiñendo el entorno, oscureciendo el horizonte, confundiendo lo vivo con lo muerto. Por eso es que no veía más injusticia en el barrio ni tristeza en el cielo; pero a la primera le ganaba la gris indiferencia y a la segunda le escapaba mi conciencia. Estaba inconscientemente, repito, viviendo un mundo de fantasía aunque, quizá, como creí en aquellos momentos fuera el verdadero mundo oscuro y siniestro, plagado de muerte y pena, fértil sólo para las semillas que sembrara el vicio, generando el árbol de la codicia cuyos frutos son el apego y la avaricia y la inconsciencia divina. Quizá por todo esto, y quizá por mucho más pero lo desconozco, pasó lo que pasó aquella madrugada –como cualquier otra en que afilara un metal al carnicero. Mi recuerdo es tenue, vago, como la luz que me ilumina, como el velo que cubre perversamente mis ojos, dejándome ciego; pero no es solo eso sino que también es aterrador ese recuerdo.
Aquella noche que terminaba, que iba en busca de otro lugar para sumergirlo en las vastas tinieblas, me sorprendió caminando por el barrio; la cabeza baja, las manos en los bolsillos y un cigarro encendido, colgando de mis labios. Un hombre, no muy alto ni muy bajo, es lo que pienso, vino a encontrarme a mitad de cuadra, en un triste pasaje de un barrio porteño. Recuerdo haber oído algunas palabras, luego creí ver uno de sus dedos, tembloroso, apuntándome como cuando se señala, pero con amenaza. Todo esto lo recuerdo así, con imágenes que se me escapan y en las que predomina ese velo negro que tanto me ha hecho perder.
Recuerdo que el tipo se abalanzó hacia mi cuello, rápido como el trueno, y con sus manos, pequeñas manos, intentaba sacarme el aliento; entonces logré soltarme, jadeando y con total desconcierto. Lo que sucedería a continuación realmente, todavía hoy, no lo comprendo. Una implacable ira se apoderó de mis brazos y me obligó, no sin disfrutarlo, a golpear al tipo con pocos esfuerzos –porque el rencor, la furia y la ira son acrecentadores de fuerzas y padrastros del valiente- y le di algo así como una centena de piñas, lastimándome los nudillos y sintiendo el choque de unos con otros huesos. El hombre, si es que era hombre y no niño o mujer, no se movió más que por efecto de sus nervios, que le hacían convulsionar como a quien le atraviesa una corriente eléctrica.
Todavía sigo pensando si todo aquello, incluso la noche entera, fue una ilusión o producto de un sueño. Porque mis manos sanas y sin dolencias y porque realmente no me creía capaz de aquello, a pesar de mi oscuro desconcierto. Sólo una mancha, roja y pegajosa, me hablaba de lo real del suceso. La había encontrado en la espalda de mi camisa, después de revisar la ropa que descansaba en el suelo y que sin duda me había sacado para dormir más cómodo y así calmar el repentino paroxismo violento.
Podría haber sido cierto, me decía la maculada camisa, pero también podía no serlo, como mi terror y mi ser incrédulo se esforzaban por demostrarlo. Pero… ¿si no lo era? ¿Por qué la mancha roja? ¿Sería tinta o alguna otra sustancia que se me cayera o me arrojaran encima? No, no lo era. La culpa estaba ahí, inmóvil y sentenciosa, sobre el piso en la camisa sangrienta. Si los sueños no se mezclan con la vida en vigilia sería absurdo pensarlo como verdadero, pero la vida era para mí –y quizá todavía es- como un sueño (cada día un nuevo sueño); entonces quizá sí lo había matado, a ese que me sorprendió en nocturno paseo y que, quizá no era ese sino esa o, peor aún, ese o esa pequeña.
Esta nueva incertidumbre, sumada a las anteriores, sería la que evidenciara esa negativa tendencia de mi perturbado espíritu. No ya contaminando mi persona sino también todo lo que de ahí en más tocara, como el poderoso rey Midas, que todo lo convierte en oro, yo lo convertía en muerte o displicencia. Entonces los nuevos días, en los que el trabajo ya no ejercía la importancia de antes, eran consumidos con “la llave” en la mano y no con el metal frío. Cada vez salía menos de la cueva, como he dicho, cada vez me veía menos la gente y así, noche tras día, en mi cabeza se perdían las caras y los recuerdos se mezclaban. Ya no me acordaba de Míguel ni de la cuarentona perfumada, ni del duende Don Aurelio, no es que no me acordaba, quizá ya no me importaban en lo más mínimo, como la sociedad y el mundo hambriento que me rodeaba. Todo se lo había regalado al viento, que desde fuera se metía en mi pecho y que nuevamente se expandía en lo externo, a través de “la llave” en forma de coloridas sonatas y sonetos. Como mis pelos se estaban volviendo canos decidí abandonar el trabajo para regalarme por entero al consolador mundo musical; porque amigos no tenía y la familia estaba allá lejos, descansando seguramente a la sombra y mateando en el pueblo… ¿con quién iba a charlar o intimar? Si la corrupción de la ciudad fue colándose en las entrañas y los huesos de todos hasta brotar por los poros y la boca, como si padecieran un fuerte ataque de epilepsia o convulsión demoníaca. La vida de la metrópoli me pareció siempre harto egoísta y competitiva, irónico el caso, debiendo tratarse de un lugar de simpatías y compañerismos, conviviendo todos dentro de la gigantesca olla en que hierve la humana existencia.

En el colectivo se está cálido y cómodo sobre las acolchonadas butacas, los pasajeros se agitan en cada bache y en cada cruce de barrera imitan al péndulo, y en el fondo está ese tipo que todo lo entrevera y que dibuja letras en un cuaderno deshecho. Sí, en el colectivo se está bien a pesar del intenso rugido del motor, de los bocinazos, del ruido y el temblor de cada freno, del tipo ese que grita lo que le transmiten los auriculares, a pesar de esa vieja que no cesa de mirarme, del “¡Hijo de Puta!” que a cada rato se distingue entre el caos sonoro del tráfico cuando está bloqueado, pausado…
Acá se está cómodo y calentito por veinticinco centavos, sí, quizá cuando llegue a la terminal me tome otro colectivo no sé. En el colectivo se está bien y, de todos modos, aunque no lo estuviera, lo prefiero a andar suelto ahí afuera, con tanto interés y tanta indigencia. Ya empiezo a familiarizar con las personas y el interior del vehículo, que ahora es mi techo. Ahora me parece dulce y melódico ese folclore que al comienzo parecía saturado y monótono, le sonrío a la obstinación de la vieja, dejo que los ruidos y bocinazos formen parte del tema y ya me es familiar esta mujer de pie a mi lado, ni me inquieta el hombre aquel de adelante que hace un momento me pareció encontrarle deseos de robarme o matarme, aunque quizá estoy exagerando un tanto. Ah, si, se puede estar muy bien acá en el colectivo. Pero este ensimismamiento, este olvido voluntario pero con algo de inconsciencia, me estaba llevando por un mar negro y pegajoso, donde el abrirme paso hacia delante era tan difícil como andar ciego en una nube. Entonces esa soledad, ya inextirpable e intachable, me conducía a horrendos puertos donde las tinieblas eran tan inmensas que sólo me permitían ver los contornos de las cosas. En aquellos días, que a pesar de la luz y el sol se me presentaban oscuros, hice varias locuras que hasta podrían decirse monerías: le tiré con la piedra de la bici a un pobre cartonero que le rompí la cabeza, me peleé con un trío de imbéciles que andaban borrachos y que me rompieron la nariz y una costilla, le hice una propuesta, cínica propuesta, a la mujer ya madura mientras rozaba con el dorso de mi mano sus firmes y carnosos glúteos. La ofendida dio media vuelta, pues yo la asechaba por la espalda, y respondió a mi caricia con un golpe y a mis palabras con un represor silencio. Al momento reí de lo sucedido y de la estúpida oscuridad de mi conciencia moderna, pero… ¿qué calle es esa? ¿No es ese el prostíbulo de la vuelta de casa? ¿No debí bajarme hace unos segundos, en la anterior parada? Me bajé del colectivo, enrojeciendo como un pimiento, y desde entonces me propuse olvidar esos comportamientos que tanto dolor físico y mental me produjeron. Pero no sería del todo fácil, incluso aún hoy, después del inclemente paso del tiempo, no creo haber eliminado del todo esas ocurrencias de mi depravado yo interno.
- No te hagas problema pibe –me dice a diario el imbécil del verdulero- la vida tiene tantos colores como frutas tengo en vidriera, donde vayan tus ojos se encuentran con verdes, amarillos o rojos, los colores le dan la alegría a la vida, como las notas musicales. ¿Te das cuenta? Es todo lo mismo pibe, ser fruta o ser perro. La vida es como un melón sabés, al principio es todo un conjunto y después viene uno que lo desgaja y lo hace pedazos. Como un durazno, dulce y aromático, nacido para la complacencia del animal –y yo le contestaba siempre que sí pero por dentro me saltaba la injuria y las ganas de expresarme a través de la violencia, pero una vez más me hube contenido, dejando sólo a mis ojos el trajín de expresarse a través de una mirada siniestra. Lo que me repulsaba no era el contenido de sus palabras sino lo que ellas proyectaban en mis ojos: las quiméricas enseñanzas de la juventud y la infancia, las promesas de un mundo perfecto y posible, que ahora veo que fueron escritas con el color de la tristeza, de mano de la Ironía.

Y están esos que se vanaglorian de su mínima virtud, atragantándose con la estúpida dicha de una repentina y pasajera victoria. Creen ser el peldaño último de la competencia, competencia que ellos mismos crean y disputan, creyendo que el otro también se inquieta por disfrazar su ignorancia. Y todo este preámbulo nace del encuentro con ese Don Heriberto Zapatero, viejo mañoso si los hay, que cuando voy a “calzarme” viene siempre con un cuento; me habla del mundo y me pierde en un laberinto de preceptos e ideas. Cree que las matemáticas del universo imitan sus cálculos y que la lógica se amolda a sus tontos conceptos.
¿Cómo puede agradarme la vida, conviviendo con una humanidad de locos o enfermos? Los unos se señalan, los otros me susurran mientras yo los veo. Y nos convertimos todos en lo mismo: típicos ejemplares humanos, tan sabios como el primate, que llaman amor a la costumbre e insurrecto a quién por ajena razón no responde a sus ordenes. ¡Es pesado conducirse entre los miles de conceptos! ¡Son demasiadas e inexactas las palabras! Quizá sean inexplicables o imprecisas las sensaciones, no lo sé, no estoy seguro de nada. Ni de mí ni de la estultísima Nada, nada sé sobre la vida y otro tanto sobre la convivencia humana. Soy un demonio, un santo que yace dolorido, acertado en un ala a los pies de un leproso adolorido. Pero… ¿Qué clase de ángel en mí se desenvuelve? ¿Es negro o dorado? ¿Cae enviado del cielo o encomendado desde los infiernos? Antes que nada soy un hombre, de eso estoy seguro, con la palabra doy mi más sincero reconocimiento.
Este diario funcionaba para mí como uno de mis canales para descargar energía haciendo el andar más ligero pero se acaba muy pronto la tinta, las hojas son escasas pero tampoco hay más palabras para definir esta negra existencia. Ya ni las lágrimas asoman a estos ojos que contemplan otro universo. Perdiendo el tiempo, si es que existe, pierdo la vida, si es que es la única… ya no siento ni esperanzas ni deseos de ese mínimo afecto a la vida, más conocido como material apego.
Las cosas no podrían andar peor porque ni siquiera se mueven, estoy paralizado en medio de un campo de batalla, me siento encerrado en un cubo de hielo y tengo frío, cuando afuera veo llamas y veranos espléndidos. No encuentro el modo, la treta que me brinde el escape para respirar ese aire común de la sociedad.
Eliminar o eleminarme a razón de qué, a causa de ¿qué?, la ebriedad que corría por mi cuerpo no era un vicio si no una manifestación profunda e interna, profusa e incierta. Aquel mar de delirios no estaba lejos de paranoiquear mi ser, no me reconocía, nunca fui violento ni sexista y estos episodios pasaban factura de demente mal dormido a mi moral. Cuantas incertidumbres bombardeaban a la noche mi sentir, cuantas preguntas para no ser respondidas se compactaban ahí, en ese cajón donde ya no entraba nada más que la noche llena de recuerdos e imágenes de un mundo que no siento mío en ningún plano.




TERCER PARTE: DESPERTAR NOCTURNO

Luego de tanto ir y venir he llegado donde mueren los humanos anhelos, prado sangriento y desolado, eterna noche de la inquietante estepa, aquí se hace dificultoso el respiro, el movimiento pesado, rebosante de tedio el pensamiento. Es incomprensible pero irreprochable esta sucesión de alegrías y pesares. Me siento como ahogado, como si el aire no alcanzara a renovarme en cada instante, siento la necesidad de inmovilizarme y callar, por temor a perder el aliento. Y en mí resurge ese extraño gusto por los malos momentos y me regocijo con la pena, me relamo cuando baila la tristeza; y la luz crea la sombra y de la sombra surge la muerte, rauda y repentina, como de la nada surge la materia inerte.
Correr una ilusión que nunca se materializa es algo tan vano, tan tonto, tan ingenuo, tan… tan… ¿Qué mas da, esta pobre existencia o el paso al completo olvido? El peso de la vida aumenta más y más en cada segundo, entristece la conciencia, cada palabra interna y hay lágrimas que surcaron mi cara para llegar a mi boca, y no sé por qué ni cuando, o quién las puso en mis ojos sombríos. Soy un pobre diablo, un ser que se alimenta de la tristeza y se relame ante desdicha ajena. Recuerdo haber observado a una pareja, feliz pareja, que parecían vivir otro mundo, no el real ni el mío, sino el de ellos mismos; entonces pensé que cuando se separasen para dormir bajo la tutela de sus respectivos padres, su unificada realidad se desdoblaría, partiéndose en dos, llevándose cada uno su parte. Y comprendí que todos estamos enfermos, que la vileza y la perversión es innata en nosotros, y que la guardamos para cuando estamos solos, libres de las miradas del prójimo.
Y el raciocinio se lleva el recuerdo y la veo de nuevo, veo su rostro convulso y frenético, la veo a Esmeralda, veo sus ojos y esa expresión de reclamo a la vida, y recuerdo su extraño comportamiento y la comprendo, ya no la juzgo ni menosprecio, es una lástima que no esté aquí para darle mi consentimiento.
Comenzaría a sentir una gran aversión hacia el humano y al mundo entero, con todo lo que la palabra sugiere; obteniendo un total desapego, no por medio de la pasión sino por lo contrario ¡Hasta la comida me parecía algo repulsivo! Y entonces, cosas tan placenteras como el reír o sonreír, me parecían simples simplezas, valga lo redundante, o peor aún: despreciables reacciones involuntarias y nerviosas del animal que se distingue de los otros por la inteligencia. Y se vanagloria de aquello, y olvida que no es más que un ser triste y perverso, más bajo que el estúpido primate y una pizca, quizá, más astuto que el cerdo. ¿Qué podría pretender, sino el suicidio? El paso a la oscurísima nada, el toque de lo impalpable, la verdad de la ignorancia. Estaba metido en un mundo que se desvanecía y depravaba más y más, aún más rápido que el mundo real; vivía un presente que para muchos –o todos- se confundía con el futuro. No sabía dónde ir, claro, si ni siquiera sabía en que mundo era. Y recordaba esos días, viejos tiempos, en que mis manos se expresaban tras los filos y navajas del barrio, los recordaba con cierto aprecio, con esa sensación que desprenden las imágenes de un pasado feliz o poco confuso. Recordaba que mis preocupaciones no escapaban más que a mi trabajo y sonreía mientras recordaba, pero esa sonrisa me asqueaba, y la sonrisa se volvía mueca de tedio o desprecio.
¿Qué pretender, entonces, sino el suicidio preceptor del Absoluto desapego? La idea me corría por el cuerpo: hacía temblar mis piernas tanto como mi pecho, cuando no se obstinaba en saltar y blasfemar en mi cerebro, ya confuso y desesperado, por cierto. La vida se me presentaba como un empinado camino a la cima, donde no se hallaban más alegrías que en el camino entero; entonces los años hacían más y más pesado el fardo que se lleva con grandes esfuerzos. Los segundos eran como gotas de plomo, cayendo una a una sobre mi lomo deshecho para transmitir al lector mi exacto desconsuelo. Debo admitir que en aquellos días no me veía traspasando muchos más soles que pensamientos. Ya que algunas veces “las palabras no son suficientes para describir todo el horror de la realidad”, como dijo Poe, y quizá es la primera vez que sucede en esta confesión de un hombre desilusionado y confundido, o lo segundo como consecuencia de lo primero.
Visité una puta. Ella estaba vestida de negro, como su piel, y la habitación olía… como su piel. Se llamaba Marisa y venía de la República Dominicana desde hacía dos años, atravesando toda la América Latina produciendo tras su marcha una estela de enamorados. Recuerdo que su expresión era fría pero amable, como si estuviera actuando a cada instante, como haciendo un esfuerzo por comportarse.
El acto sexual fue puramente laboral: ella se desvistió rápidamente, quitándole intencionalmente ardor al momento, y se dejó caer sobre la cama como cae una piedra. La mujer gime unos momentos, parece gozar de mi sexo, pero al final, en el momento de máxima complacencia la negra Marisa me pregunta, mientras consulta ansiosa su reloj:
- ¿Te falta mucho?
- ¡Claro que me falta mucho ahora puta de mierda! –Contestó instintiva una voz en mi cerebro -me subí los pantalones, me calcé los botines y me escabullí por la puerta entornada por la que espiaba su hija, la pequeña y pobre Marisita.
- Puta de mierda –hablaba una voz dentro mío- ni su trabajo hace con esmero… ¡Y se permite hablarme de ese modo! ¡Y en ese momento! Puta de mierda que no sabe apreciar su trabajo y que responde con irreverencias al que le hace de novio y que no le pega ni le obliga a cometer actos de humillación. ¡Puta de mierda! –resonaban los ecos en mi cráneo hasta llegar a lo que podría llamarse mi lecho.

Ya ni la música me lleva lejos de esta realidad, las melodías se me presentan vanidosas y vacías, pruebo entonces con la literatura que no logra arrancarme del presente por más de diez o quince minutos, cuando me perturba uno de los diez mil ruidos de la ciudad, sea el acelerar de una moto, el ladrido al unísono pero a destiempo de diez, once, doce, quince perros, es imposible precisarlo. Y me pregunto por qué, pero no entiendo a que se refiere la pregunta, la pregunta contiene infinitas salidas y me pregunto ¿por qué qué? Como automatizado o dominado por una estúpida fuerza, ya me siento desesperado porque no encuentro en la vida una idea que sea más o menos certera que las tantas otras, porque hasta la teoría o pregunta más descabellada tiene tantas verdades como errores o incoherencias, no estoy seguro de esto, pero es lo que me dicta la estrecha e ingenua mente humana, poseedora de la divina inteligencia, que cuando es mal cultivada puede actuar de modo contrario, devolviéndole sus primitivas actitudes y cortos pensamientos puramente materiales, carnales, animales.
La vuelta a la esencia, a la prehistórica infancia, cuando uno de los tontos se paró sobre sus dos piernas traseras y, manteniéndose erguido, se paseó por entre los demás, que le miraban desde abajo, descansando sobre sus cuatro patas; y las patas delanteras le molestaba tenerlas ahí colgando comenzó a devolverles su utilidad, incluso dotándolas de gran agilidad, con las cuales serían, son y serán, creadas tanto grandes obras o magnificencias como desastres o instrumentos de muerte, valiéndose de lo que nos brinda la opulenta naturaleza crean objetos o pócimas que la asechan y que incluso la destruyen o asesinan sin conciencia o lógica alguna.
Siento la necesidad de hacer algo demente, estratégico si se quiere, necesito un golpe adrenalínico, una descarga de energías estancadas, de tensiones. Las sensación es desconocida y por eso inenarrable, pero el impulso está a ahí picándome, empujándome hacia la locura, hacia un lugar muy oscuro en mí mismo, que es todo terror e incoherencia. No se donde ir ni con quien ser, reconozco el valor y me pierdo buscándole un sentido a esta miserable existencia.
Hoy es uno de esos días, uno de esos en que me preocupa poco mi vida y que el resto sea humano o irracional bestia, me produce grandísimo desprecio. La intolerancia me toca a cada momento, señalándome a los que son como un campo sin riego. Soy un loco, quizá hasta un poco enfermo, pero no me siento una parte del Absoluto Descontento, no soy como ustedes, no me complace el amor ni me entristece su carencia, no me conmueve el sufrimiento ajeno ni me deleitan los placeres efímeros, porque generalmente les sigue un vacío, esa sensación de volver a la común vigilia, repito, al vació.
¡Que sabe el cuerdo de la locura de un sabio! ¡Que puede saber el necio! ¡Que es la vida entonces! ¡Cuando la conciencia es nula, somos pobres espíritus que andan sonámbulos por un infinito desierto! Soy un enfermo, quizá hasta un poco loco, pero sabrán disculparme ustedes, si algún día me regalo a la muerte. Esa mujer tan blanca, y es ella que hace meses me guiña el ojo, con indecencia, como invitándome a un mundo donde no se vive esta indigencia.
Últimamente mi cena es el desayuno del barrio y mi día la taciturna noche. Mi voz es como un susurro, cuando me hablo ante el espejo; y camino encorvado y mi mirada se torna un poco inquietante; entonces me parezco a un viejo que palpa la muerte, creo haber avanzado el tiempo u haber olvidado varios años, pero todo esto no viene al caso, de lo que hablo es de mi presente y de mi comportamiento, extraño y siniestro dicho sea de paso, que aún siendo consiente no puedo dominarlo. Y me conduce a la maldad, a cometer actos perversos que no pretendo siquiera recordar una vez hechos, pero que sin embargo me provocan cierto consuelo o desahogo, sí, soy un cínico, un sádico, un perverso, pero no soy ni más menos que ustedes, no.
Los vicios comienzan ya a devorar las virtudes, la gloria del hombre esta caduca o todavía no nace, aunque lo dudo; hace siglos que ha decaído y que cae en un pozo del que no puede salirse sin la ayuda de algún otro, de algún dios o una fuerza superior a las nuestras, débiles y precarias. Veo cómo se aleja la piedad, la bondad y todos esos dulces sentimientos capaces de albergar en el corazón humano… ¡y cómo se alejan! Corro y corro junto a la desesperación y nunca logro alcanzarlos, incluso se alejan, caminando mientras corro.
El mundo es el huevo suspendido en el espacio, pronto a reventar, justo un momento, un segundo acaso antes de hacerse pedazos contra el suelo; pero ese instante se extiende infinitamente, tanto que nos es imposible indicar su nacimiento.
Luego de sosegarme un poco, darle un respiro a este pecho convulso, veo las cosas más claramente, como si poco a poco se dispersara esa niebla que prolongadamente se acomodó frente a mis ojos inexpertos. Hablo de algo más profundo, no de la materia. ¡El alma del Gran Afilador se expande de forma eterna! Más allá del infinito y de las lágrimas que son vana materia se dispersa.
Lo efímero de lo que está fuera del tiempo me inquieta, incluso me aterra, pero tampoco puedo aguantar mucho más el peso de este inútil cuerpo que sólo entorpece y retrasa el verdadero progreso. Ya mis fuerzas no son más que reminiscencias, el olvido reduce a unos pocos segundos mi pasada existencia, la vida ha perdido toda belleza.
Ya los cuestionamientos, las cuestiones y el mundo interno se habían finalmente cruzado con la realidad externa, ya no imaginaba tristezas o negros deleites sino que los veía en todo mi cuerpo: en mis manos, mis miembros, en mi vientre y también en la frente. Todo ese mundo devastado, como de post guerra, se había expandido hacia todos lados. La perversión reprimida, sedada o dormida, había cambiado mi semblante mientras la impiedad cambiaba los gestos y ademanes de mi cuerpo, la depresión y las preocupaciones me encorvaron el porte, como si un intenso dolor me acosara eternamente el estómago como a Prometeo los cuervos; caminaría de ahí en más reclinado sobre mi hundido pecho.

El hotel donde mi morbosa carne descansaba descomponiéndose tenía un patio donde todas las puertas desembocaban, escaleras coloniales, macetas con plantas, cuadros de paisajes olvidados recordados por algún pintor también olvidado, miraban las estrellas como si hubiesen nacido sólo para tal fin. Y el aire... ese aire de que nada tiene dueño o que las cosas son de alguien pasajero que paga por ellas le introducía a mi alma mucho frío blanco, tan blanco que el humo era tóxico, tan frío que la gente se rehusaba a charlar o a comprender mis querellas, me observaban con miedo en sus retinas, yo sería una especie de león hambriento y ellos mis gacelas, le temían al animal oculto en mis pupilas negras como la noche mientras yo, sólo al futuro.
Abandonado y sólo entré a la pensión quebrantando la regla de horarios, muy suavemente eché llave y cerrojo pensando la manera de cómo no hacer chillar la persiana que cubría la puerta de mi cuarto. Desvaneciéndome pensaba en el aire para flotar y ser más ligero, pero a mi encuentro salió la dueña:
- Muy bien señor, veo que viene tarde sin respetar las reglas, mañana quiero todas sus cosas fuera del cuarto y a usted con ellas y por favor sea puntual a la hora de irse -dio media vuelta para volver a su cuarto, la dueña estaba en camisón, yo desesperado tomo su brazo, apretándolo un poco.
- ¡No puede hacerme esto, no tengo a dónde ir! ¿Qué tendría que haber hecho, quedarme hasta el amanecer girando sin rumbo?
- Usted siempre gira sin rumbo, mozalbete. ¡Suélteme! Me está lastimando.
- Mi rumbo no es algo que le interese señora –a esta altura mis ojos se desbordaban como una pava en ebullición y no soltaba su brazo, quería derretirla con la mirada, desintegrarla pero de repente entro en cuenta que la señora estaba golpeando mi rostro con su palma y gritaba:
- ¡Suélteme! ¡Desgraciado! ¡Ayuda! ¡Suélteme hijo de perra!
Veo luces en los cuartos, ruidos, chillidos de persianas, sombras asomándose por los balcones, zapatos apurados golpeando escalones espesos se acercaban, balbuceos, gritos, suelto al fin a la dueña, mis oídos se taparon, quedé como una estatua inmóvil a la puerta del patio, los inquilinos movían sus bocas, yo no los escuchaba, mi sien latía como un batir de tambores de guerra donde la vida no es nada, todos estos pobres tipos defendiendo su techo, acusando a otro paria que era un par en la pobreza.
- ¡Malditos cerdos despiadados con sus críos infortunados! No se les ocurra acercase un paso, puedo devorarles, defienden sus techos y a ésta hacedora de paredes para contener el vacío y aislarse de las estrellas para siempre, son conformistas y embusteros cobardes que no persiguen los signos de su cuerpo que tienen como cabeza un martillo y como manos torniquetes. ¡No se acerquen! Puedo realmente devorarlos con mi capullo alucinógeno que no mide los pagos que reparte la patrona vida, pero ustedes tampoco saben medir a quién le hacen pagar el inmenso precio del destierro sólo por volar con mis nuevas alas recientemente descubiertas en este largo y pesado ensueño -los inquilinos balbuceaban desconcertados por el discurso, seguramente sus caras de extrañeza pensaban con gestos la locura de este desdichado engendro que ellos me creían.
- Hay tantas oportunidades al salir de la caverna, larvas sin ojos que jamás vieron la luz, el color de la noche está en mi cuerpo y por la mañana me visto de colores intensos, ustedes nada saben de este nuevo ser que nace en mi o que a sí mismo se engendra como una planta rara que sus capullos no se abrieron hacia el sol todavía, digo todavía porque aún la sociedad no esta preparada para volar al infinito. ¡Sigan pasajeros del tren siniestro del progreso! Sigan hasta la estación final. Sigan devorándose a sí mismos sin preservar la libertad…
Dos inquilinos de los más pesados y gordos me agarraron como se agarra una hamaca paraguaya reduciendo completamente mis movimientos mientras yo no vociferaba más nada, ni de lengua ni de aire, sólo me quedaba a la espera de conclusiones hacia estos hechos desastrosos. Solamente recuerdo la caída, el golpe, el dolor de mis costillas. Me habían hamacado un rato para tomar envión y me habían aventado muy alto y lejos hacia el medio de la calle amenazándome. Yo recordaba los juegos de niños, la hamaquita de oro con mis compañeros pequeños en el pueblo, las crueldades de los juegos no se terminan jamás, parece que los años no transcurren y el condimento cruel siempre deja el gusto amargo pasen o no los años en mi mente y en mi vida.
Tras el enajenado discurso, tras los gritos y las acusaciones de la vieja y los vecinos, me lancé a la calle con renovadas energías, exaltado el animo y al choque predispuesto, ansioso de encontrar a uno que, como aquel que sufriera bajos mis puños, me obligara a faltarle el respeto.
Las ocho cuadras que separaban mi reciente antiguo hogar del bar del viejo Abelardo habían desaparecido entre conjeturas y de pronto estaba ahí sentado, acodado en la mesa y mirando el vaso de ajenjo intacto. El vaso, de pronto, sufrió una diferencia: uno de los borrachos del bar, levantándose y corriendo desde la mesa más alejada a la mía, saltó desde unos tres metros, posicionándose en el aire como el nadador que esta pronto a sumergirse, y este ebrio nadador por cierto que se sumergió, no en el agua sino en el ajenjo; su cuerpo, empezando por sus manos fue adaptándose –o achicándose- a las diametrales pretensiones del vidrio. Y desde los dedos hasta los zapatos se mezclaron con el precioso líquido, brindándole un tinte verdoso que fue revuelto de modo mágico o misterioso, por no decir estúpido, hasta devolverle su primitivo color.
Si esto realmente sucedió o no lo ignoro, lo cierto fue el sorpresivo acontecimiento y el ajenjo que hubo salpicado mi cara y mi pecho. Recuerdo vagamente, cual gris reminiscencia, las caras de los borrachos y de Abelardo, mirándome con reproche o desprecio, siempre abierto a la interpretación. Entonces me pregunté si lo verde no había sido una de las aceitunas que yo mismo había tirado en el vaso, salpicándome la cara y el pecho, o si había sido el borracho o un revoque flojo del techo. Pero… ¿Quién lo había revuelto, disolviendo el verdor? Y… ¿Cómo puede un borracho, vestido de verde o de negro, sumergirse en un vaso e, incluso, disolverse como imposiblemente lo hiciera una aceituna?
Los pensamientos que surgían se expusieron sobre la mesa, contradiciéndose unos con otros, rojos o negros los unos, verdes o blanco los otros, formando un colorido mantel pude ver una a una mis ideas, mis temores y mis conocimientos, por primera vez en mucho tiempo, si es que no fue la primera. Pude conocer cada unos de mis espacios internos, aunque sobre la mesa se distinguían unos de otros, se hallaban entrelazados por finísimos o invisibles hilos. Pero la claridad de que aquella imagen se desprendía del conjunto de ideas ya no me era querida; ni me inquietaba ni me tranquilizaba. Entonces, como si entre ellos hubiese visto un demonio, me levanté, echando la silla hacia atrás y arrojándolo todo: el vaso, la mesa y el cenicero.
Recuerdo, como un fotograma grabado en mi frente, ver al viejo Abelardo venirse casi corriendo con su pesado cuerpo para golpearme con su mano derecha, que desde la barra traía cerrada, en forma de puño. El fotograma siguiente me recuerda la cara de furia del viejo en primer plano, oscureciendo o quitando presencia al entorno; y su puño suspendido en el aire entre mi cara y la suya, amenazante, vaticinando lo que sería el inminente golpe y la subsiguiente caída. Según me contara uno de los borrachos del bar al otro día, Abelardo me arrastró hasta la calle y me cacheteó hasta devolverme la conciencia, con la cual recuperé la ira y la violencia. Entonces, dicen, atisbé a golpearlo, pero sus buenos reflejos le ganaron de nuevo a mi rapidez.
Bendita la noche, que da sosiego al pobre y al enfermo los golpes.
Aquella mañana fue desconcertante, el moscardón metálico de los motores vibraba fuertemente en mi cabeza, despierto con un bocinazo en medio de la calle tirado, me levanto como puedo y me voy. Ya nada era como al principio. Para colmo de mis males, bien ya sea o no culpable, y en esta realmente no lo era, un día mientras daba mi paseo nocturno en plena tarde, un grupo de vengadores me confundió, por lo que supuse, con quien debía pagar las cuitas. Supuse, digo, porque no hubo ocasión de preguntarles; venían todos, un grupo de entre seis u ocho, con palos y vituperios, gritando y escupiendo con la boca y con los ojos. Y no pude más que correr, lo que fue interpretado como una fuga y admisión de lo culpable. Corrí por cuadras y cuadras, al fin pude escaparme.

La vida me llevaba a un ritmo lento, como si atravesara nadando el tiempo, siendo el tiempo una sustancia perniciosa. Pero la lentitud no significaba nada, si no tenía donde ir. Y la vida me llevó ante mil rostros y me mostró, a través de la visión y las acciones, poco a poco, lo que serían lecciones o ejemplos. Y así me condujo hasta la casa de Esmeralda, que su nombre no la representaba, salvo en sus ojos no se veía ninguna piedra preciosa. La conocí en un bar, uno de los tantos en que me sentía cómodo, la misma tarde en que me invitó a vivir en su casa. Ella decía gustar sólo de la mujer y que el hombre no era más que un pobre animal semejante al perro, que genera compasión y que por eso me había ofrecido su techo: porque me viera tan sucio y olvidado; como había sucedido con Ernesto, el perro cruza de ovejero y siberiano que dormía a los pies de mi cama que no era más que un colchón húmedo sobre el piso enlosado.
Esmeralda vivía de la pensión que le otorgaba el gobierno, por su difunto esposo, gracias a lo cual nunca pudo olvidar el nombre o el rostro de aquel, que hacía ya unos años había cruzado el túnel que desemboca en la otra vida. A cada momento lo nombraba o era motivo de ejemplo, cuando me reprimía por alguno de mis comportamientos o mejor dicho por mi no-comportamiento. Y me insultaba y me golpeaba suavemente, como agotada, en el pecho y los brazos, cuando el humor me permitía contestarle con una sonrisa y una irónica indirecta a sus reproches; actitudes, la suya y la mía, de las cuales germinaría esa cotidiana disputa que nos hiciera más amargas las tardes en que el ajenjo ya no ventilaba nuestros cerebros.
Ahora recuerdo su horrenda sonrisa y su estúpida mirada, llena de paranoia y temor; recuerdo sus primeros tratos, temblorosos y amables, y los últimos, antes de su muerte, iracundos e irrespetuosos –lo cual le transformaba en un despreciable animal peludo y rencoroso, carente de inteligencia o, para más exactitud, con la inteligencia de un animal como Ernesto. Entonces esa visión me recordaba su fábula sobre el hombre-perro, y veía que los tres, el afilador, Esmeralda y Ernesto, éramos lo mismo, no uno, pero en fin lo mismo. Y nos pasábamos el día gruñendo y correteando y olfateándonos los unos a los otros, saltando o montándonos con mutuo desprecio. Los tres dejábamos por todos lados nuestros pelos, y nuestras necesidades tenían su lugar preestablecido pero a veces uno no se aguantaba y lo hacía donde estaba; Ernesto era quien menos se contenía pero eso no era excusa para sentirnos más que el pobre perro. Seguíamos siendo símiles animales que desperdiciaban el tiempo y que nunca corrían tras una idea pero sí tras un hueso.
La piedra se había quebrado, la Esmeralda moría de un inesperado paro cardíaco, perdido el hogar con Ernesto, ahora andamos de bar en bar, ando, porque Ernesto se queda durmiendo, afuera, en la puerta. Ernesto era negro y chico, escuálido y de mirada lastimera. Le comencé a llamar Perro, porque no se me ocurriera un nombre más complejo y porque su nombre me hacía olvidar lo que era, y por un corto tiempo fuimos una taciturna y condescendiente pareja, éramos inseparables, hasta en la borrachera de uno y el celo del otro. Perro era muy inquieto pero nunca ladraba, incluso rehuía un poco al contacto con otros perros y nunca peleaba, aunque su honra y valentía estuvieran puestas en juego. Me recordaba a lo que quedaba de aquel tranquilo afilador, ese animal que atraviesa la vida mediante actos reflejos, me hacía verme al espejo, flaco, sucio y desquiciado. ¡Hasta su mirada me recordaba la mía! ¡Y su sonrisa! Esa sonrisa casi imperceptible que no libera un diente siquiera, esa sonrisa carente de alegría, que contradice la vida, esa sonrisa de pobre que nada tiene, que más que sonrisa es mueca, mueca de tedio o hastío de la propia existencia.
El perro comenzaba a inquietarme, verlo ahí respirando ese aire que mejor serviría en un pecho menos inútil o más predispuesto. Tanta diferencia entre el uno y el otro y sin embargo tan parecidos los dos que a veces uno era la sombra del otro; entonces éramos uno, abatidos en la soledad, en la interminable noche que no daba paso al día. La vida, una vez más, perdía toda validez y las cosas, el cotidiano entorno, se me presentaron una vez más horrendas y desesperantes. Las extrañas ideas y el reflotar de las perversiones más secretas, y con ellas las acciones inexplicables y los accidentes premeditados. Y una vez más la ira se expresaría a través de mi brutal fuerza cuando en un acceso de violencia contenida matara a Perro, creyéndome que todo ese tiempo se había estado burlando, que había actuado, imitándome hasta lo irrisorio, hasta convertirlo en un sátiro que se reía en secreto, cuando me esperaba en la puerta de un bar, en cualquier barrio.
- ¡Perro de mierda! –recuerdo haberle gritado a lo que quedara de él- A ver ahora, si te parece, a ver ahora, mostráme como río o como lloro -ahora me siento tranquilo sin él, es como haber perdido u olvidado la consciencia, andar sin ese peso, o pesado espejo, que a cada momento me muestra un turbio reflejo. Me siento alegre, si es alegría este extraño sentimiento que ha despertado; soy uno de nuevo, mis idas y venidas, mis descansos o mis sosiegos ya no dependen del otro, soy uno de nuevo, sin animales (humanos o perros) que me cambien o reflejen el mundo que creo cierto. ¡Soy uno con el mundo de nuevo! ¡Verdadera y absolutamente uno! Vuelve a brillar este simple destello que un día se desprendió del magnífico Febo, la flor ha recuperado su caído pétalo, el crimen ha recibido su justo castigo, el suplicante ha sido escuchado en medio de tanto sufrimiento. Pero… ¿Qué es este extraño sentimiento sino demencia? ¡Calificarlo de alegría o tristeza! ¡Una estupidez que salta a la vista pero que sin embargo no pude comprender en todos estos años! ¡Es demencia lo que me acosa y no desesperación o desconsuelo! Y que no se mal entienda, no es que lo creo, que me creo un demente o haber enloquecido sino que lo siento, como ustedes podrían sentir el odio o la deshonra, siento esa demencia que a sí misma se alimenta y reproduce, dentro, bien dentro en mi espíritu. Y equivocarme no lo creo porque… por eso mismo, porque no lo creo, y esto no es cuestión de creer o no creer sino de sentir. ¡Estoy loco y no lo lamento! –claro si estoy loco, loco, enfermo- ¡Lo festejo! Festejo que ya no es negro el mundo sino rebosante de colores, pintado con desgano por la mano de un cuerpo sin cabeza que siente, no cree, siente que su pintura es lo que no tiene.
Ayer recuerdo haber caminado, con la noche, no recuerdo por dónde ni por cuánto, pero recuerdo haber caminado y… ¿a qué venía todo esto de caminar? Ah si, si. Recuerdo haber visto un tipo, como aquella noche en que desarmé a golpes a ese imbécil que se cruzó con el peón equivocado, vi un tipo que saltaba desde la terraza de un edificio, en silencio como la noche, y en silencio fue cayendo con las piernas juntas de modo que parecían una -¿o tal vez lo era?- y con los brazos abiertos. Fue cayendo poco a poco más lento de lo que normalmente permite la gravedad a un cuerpo. El final de su caída no produjo más que silencio, y eso que me encontraba bien cerca como para escuchar al menos un hueso que se rompe o la huida de un alma lejos del cuerpo. Aunque quizá no cesara su caída… y todavía sigue cayendo. No lo sé, no recuerdo más que la escena -¿o tal vez fue un sueño?- y mi sonrisa, maligna y hasta placentera se desarrollaba centímetro a centímetro mientas el otro caía. Recuerdo haber olvidado todo lo demás, salvo ese momento después, mucho después, en que me sorprendió la vida tocando “la llave”. Pero lo que más recuerdo es esa horrenda complacencia que sentí mientras el suicida se acercaba más y más a su fin, esa sonrisa diabólica que seguramente me hubiera espantado de haberme reflejado en una vidriera o en la zanja de alguna calleja. Recuerdo vivo, colorido como la vida, en que las sensaciones tornaron en colores y la maldad cambió su tez negra por una rojiza. Aún hoy me siento maldito, sucio, enfermo y corrompido, por estar gozando cuando veo a otro que tiene un día peor que el mío.

Silencio, la novela que se disuelve página tras página tiembla en mis manos, el vaso de ajenjo, barato, descansa a mi vera y mi cigarro olvidado, humea entre mis dedos hasta quemarme y devolverme al elástico sillón, ese sillón negro y verde y cálido en donde mi cabeza ahora se recuesta, olvidando el repentino dolor o deseando y saboreando ya de un futuro e ilusorio goce. Y entonces, golpe silencioso y repentino, se corta la luz. Mi primer pensamiento me dice: ¡Estoy ciego! El segundo me convence: no hay por qué inquietarse, se cortó la luz, el barrio enmudece involuntariamente, oscuro y a la imaginación perverso. Pruebo con la llave de la corriente y después pruebo mi suerte en las casas vecinas: Efectivamente, el barrio se esconde bajo la noche, volviéndose una inmensa masa dura y negra.
Justo cuando el protagonista se decidía, luego de tantas páginas de incertidumbres y miedos, a ir a la casa de su enemigo durmiente. Justo diez páginas antes del cierre, quince o veinte minutos de luz –nunca calculé el tiempo que me lleva leer esa cantidad de palabras- me hubieran bastado para terminar mi novela o, al menos, para emprender otra actividad de luz no carente. En fin, la luz no está más que en la luna imponente, que se alza más y más, y no alcanza para iluminar un libro o la hoja de un escritor que se resiente.
Y dejo caer mi cigarro, uno nuevo y no el que me quema sin compadecerse, y dejo que el piso alfombrado se incendie. Dejo que las llamas me muestren la habitación y los cuartos siguientes que aparecen tras las puertas abiertas. Dejo incendiarse las cortinas y la madera que hace tiempo se volvió sillas, mesas y muebles, dejo que las llamas consuman mi novela –y con ella el protagonista Noon y toda la madeja de sucesos leídos- y, finalmente, ya incapaz de soportar y sentir ese fuego que a sí mismo se enloquece, dejo que del libro de abra paso hasta mis brazos a través de mis manos, y de mis manos hasta mis hombros... y después un grito de muerte... y el fuego que domina mi cuerpo... y las convulsiones previas a lo que sería la quietud de un ceniciento ambiente, sin luz y sin gente, un ambiente sin novelas (ficciones) ni realidades, si es que las hay. Entonces les pregunto: ¿Puede yo escribir esto mientras me consumen las llamas? Y un ambiente vacío: sin sillones ni escritores ni mesas ni Ricarditos ni protagonistas ni espejos ni personas acosadas por la muerte.

1 comentario:

Marina Retamar dijo...

en el primer cuento que esta de mas decir que esta barbaro , es como que la historia se te repite, y se te repite , es una constante entu vida no?